Etiquetas

Purismo (36) Poesía (33) 5 Navajos (27) Malditismo (21) Historia (19) Literatura (11) Estoril (10) Libros (9) Politica (8) Dandismo (7) Naturaleza (6) Guermantes (4) Madrid (3) Cuba Libre (2) Bibliotecas (1) Musica (1) Teatro (1)

lunes, 10 de diciembre de 2012

La generación del 36


"Algunos han llamado generación del 36 a la que emerge inmediatamente después de la Guerra Civil, aglutinando a Luis Rosales, Leopoldo Panero, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes y algún otro. Retrasado en el tiempo y el espacio queda Ramón Pérez de Ayala, que fue embajador de la República en Londres, aunque a Azaña no acababa de gustarle. Por su clasicismo de pegote y su señorío un poco pasado tiene mucho que ver con esa generación. En ella, el único hombre de izquierdas es Miguel Hernández, otra víctima de los vencedores. Esta generación es la tercera y última que apunta en el siglo XX con verdadera singularidad. Todos en ella pertenecen a la alta burguesía, todos son prosistas y poetas, todos son originales, cultos, hijos de una formación clásica, snobs de lo antiguo, de obra escasa y gran presencia en los periódicos. El régimen, aquel régimen se encuentra así con un núcleo duro, defensor de los valores de la Cruzada y fiel a ella hasta la muerte. 

A los nombres citados habría que añadir el de César González-Ruano. En seguida tomaron la Prensa por asalto y cada uno de ellos tiene sus mejores páginas en un periódico o varios. Añadamos otro nombre: Agustín de Foxá. Parecen una generación fabricada de laboratorio. ¿Cómo se explica este bloque simétrico y homogéneo? Son señoritos educados en la cultura clásica de la derecha, tienen dinero, han certificado su ideología en la Guerra Civil, etc. Había un joven, José Antonio Primo de Rivera, que con su atractivo intelectual les había ganado a todos para la causa. Hicieron la guerra y la ganaron. España era suya. Podían hacer lo que les diese la gana, y entonces es cuando les dio la gana de no hacer nada. Ya en los primeros tiempos de la paz habían comprendido que ganar una guerra, y más una guerra civil, no era precisamente un prestigio para un intelectual. No podían presentarse ante la Historia con una doctrina balmesiana y militarista. La verdad es que podían hacerlo todo pero no podían escribir nada. 

Huyen de la trascendencia y del compromiso mediante el ensayo corto y el artículo largo, que les permite orear su vasta y diversa cultura, ser conocidos, ganar dinero en los periódicos e ir dejando para más tarde la obra fundamental, ejemplar, que en su caso era imposible de hacer. Todos ellos tienen poca obra en libro porque el libro, novela o ensayo obliga a presentar una ideología y un sistema, pero ellos no sabían por qué habían hecho la guerra, por qué la habían ganado y por qué estaban allí. Se habían refugiado en los periódicos como en unas chabolas para ricos. 

Ganaron la guerra, sí, o supieron ponerse a tiempo de parte del bando ganador, pero habían perdido el prestigio, la identidad y el respeto. Hicieron tanto periodismo porque no se atrevían a hacer otra cosa. En el recorrido corto todos ellos son brillantes, cultos, grandes prosistas, grandes eruditos, y encontraron el recurso de publicar sus artículos en forma de libro, pero eso es un truco que no funciona. Sus libros —algunos muy hermosos— no se vendían. Y encima tenían un lastre de cultura franquista que los hacía imposibles. 

Sus libros mejores y siempre escasos son las Memorias, de Ruano, La estrella y la estela, de Montes, Un mundo sin melodía, de Foxá, Sonetos a la piedra, de Ridruejo, Rosa Kruger, de Sánchez Mazas, que lo escribió en una embajada, escondido, mientras Franco terminaba la guerra. Alguno más: La casa encendida, de Luis Rosales. 

Fueron embajadores, fueron políticos, se quedaron siempre en el quicio de la puerta, aquellas puertas que les cerraba Franco aplastándoles las medallas. En todos había el mismo desánimo de haber perdido una guerra que ganaron. En el articulismo el mejor es González-Ruano. Después de haberlos conocido personalmente, los saco a todos en mi novela Leyenda del César visionario. Algunos críticos dijeron que era una penetrante visión del Movimiento. A Franco no le veían casi nunca, pero veían a Serrano Súñer, que era el otro Franco y les protegía como a unos rapsodas medievales. Luis Rosales, ya muy mayor, tuvo una novia galerista en cuya casa cenamos algunas veces con Francisco Nieva y gentes así. La novia de Rosales era bella y exquisita y Luis le hizo algunos libros de versos ya póstumos donde desborda su amor. 

A César lo traté bastante en Teide durante sus últimos años. Gerardo y yo hablábamos mucho de él. Le admirábamos ambos. Foxá triunfó incluso en el teatro. Sánchez Mazas y Ridruejo se volvieron invisibles. 

El Movimiento, así, tuvo una coraza de versos y elogios. Hasta que estas gentes empezaron a llamarse liberales, sólo por despegarse un poco de la mitología franquista, pero la juventud ya les iba conociendo bien y les valoraba en lo poco o mucho que valían, según se mire. A Eugenio Montes le había conocido yo en la Casa de Cervantes de Valladolid, de la que se habla al principio de este libro. Un personaje me preguntó hace poco por Eugenio Montes: «¿Tú escribes de Eugenio Montes, quién es hoy Eugenio Montes, por qué pierdes el tiempo?» No quise decirle que Eugenio Montes era un enorme prosista, un sabio, un genio del pastiche, pero un genio genial, hoy olvidado, naturalmente; eso que nos perdemos. Ruano daría entrada tempranamente a todo el periodismo literario de nuestros días, que por cierto no le han leído. 

A Leopoldo Panero le visitaba yo en su despacho de Cultura Hispánica. Tenía las manos hinchadas, la cara un poco congestiva de alcohol y hablaba poco. Nunca olvidaré estos versos: 

Yo he sido transparente 
viajando en bicicleta, 
con brisa en los pedales 
y trigo en la chaqueta. 

César murió a la caída de la tarde, cumplido apenas el medio siglo. Estaba tirado en el suelo, como un rey antiguo, y tenía un pañuelo anudado a la barbilla. Habíamos ido a verle un grupo de periodistas jóvenes. A la vuelta, metidos todos en un taxi, Raúl del Pozo dijo: 
—Ya no nos reiremos tanto hasta la muerte de Azorín. 
Al día siguiente por la tarde fuimos Gerardo y yo, en un taxi, al entierro. Era una tarde de diciembre en la que se veía, como él hubiera dicho, un Madrid entornado. El Ayuntamiento le había puesto unos motoristas de gala. Años más tarde me darían el premio literario González-Ruano. 
Mery me llamaba algunas mañanas y hablábamos de César. Después del entierro, Gerardo se fue a casa y yo volví al café. En una esquina lloraba la poetisa Acacia Uceta. O sea el pueblo."

Francisco Umbral - Días felices en Argüelles 

No hay comentarios:

Publicar un comentario