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lunes, 31 de marzo de 2014

El dandismo por Baudelaire (I)

Jep Gambardella en una imagen de La Gran Belleza 
El hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación que correr tras la pista de la felicidad; el hombre educado en el lujo y acostumbrado desde su juventud a la obediencia de los demás hombres, aquel en fin que no tiene más profesión que la elegancia, gozará siempre, en todas las épocas, de una fisonomía distinta, completamente aparte. El dandismo es una institución vaga, tan extravagante como el duelo; muy antigua, ya que César, Catilina, Alcibíades, nos ofrecen tipos deslumbrantes de ella; muy general, ya que Chateaubriand la ha encontrado en los bosques y en las riberas de los lagos del Nuevo Mundo. El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos, sean cuales fueren por lo demás la fogosidad y la independencia de su carácter. Los novelistas ingleses han cultivado, más que los otros, la novela de high life, y los franceses que, como el Sr. de Custine, han querido escribir especialmente novelas de amor, han tomado primero la precaución, muy juiciosamente, de dotar a sus personajes de fortunas lo bastante grandes para pagar sin vacilación todas sus fantasías; a continuación los han dispensado de toda profesión. Estos seres no tienen otra profesión que la de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar. Poseen así, a su antojo y en gran medida, el tiempo y el dinero, sin los cuales la fantasía, reducida al estado de sueño pasajero, apenas puede traducirse en acción. Es desgraciadamente muy cierto que, sin el ocio y el dinero, el amor no puede ser más que una orgía de plebeyo o el cumplimiento de un deber conyugal En vez de un capricho ardiente o soñador, se convierte en repugnante utilidad. 

Si hablo del amor a propósito del dandismo, es porque el amor es la ocupación natural de los ociosos. Pero el dandi no tiene el amor como fin especial. Si he hablado de dinero, es porque el dinero es indispensable para las personas que hacen un culto de sus pasiones. Pero el dandi no aspira al dinero como algo esencial; un crédito indefinido podría bastarle; abandona esta grosera pasión a los mortales vulgares. El dandismo no es siquiera, como muchas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto desmesurado por el vestido y por la elegancia material. Esas cosas no son para el perfecto dandi más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Igualmente, a sus ojos, prendados ante todo de la distinción, la perfección del vestido consiste en la simplicidad absoluta, que es en efecto la mejor manera de distinguirse. ¿Qué es pues esta pasión que, convertida en doctrina, ha hecho adeptos dominadores, esta institución no escrita que ha formado una casta tan altiva? Es, ante todo, la necesidad ardiente de hacerse una originalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se encuentra en otro, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir incluso a todo aquello que llamamos ilusiones. Es el placer de sorprender y la satisfacción orgullosa de no sorprenderse nunca. Un dandi puede ser un hombre hastiado, puede ser un hombre doliente; pero, en este último caso, sonreirá como el lace de demonio bajo la mordedura del zorro. 

En ciertos aspectos, el dandismo limita con el espiritualismo y el estoicismo. Pero un dandi nunca puede ser un hombre vulgar. Si cometiera un crimen, es posible que no cayera en desgracia; pero si ese crimen proviniera de un origen trivial, el deshonor sería irreparable. Que el lector no se escandalice de esta gravedad en lo frívolo, y que recuerde que hay grandeza en todas las locuras, fuerza en todos los excesos. ¡Extraño espiritualismo! Para aquellos que son a la vez sacerdotes y víctimas, todas las complicadas condiciones materiales a las que se someten, desde el arreglo irreprochable a todas las horas del día y de la noche hasta las pruebas más peligrosas del deporte, no son sino una gimnasia adecuada para fortificar la voluntad y disciplinar el alma. En realidad, no me equivocaba del todo al considerar el dandismo como una especie de religión. La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña que ordenaba el suicidio a sus discípulos embriagados, no eran más despóticos ni más obedecidos que esta doctrina de la elegancia y de la originalidad, que impone, ella también, a sus ambiciosos y humildes sectarios, hombres frecuentemente llenos de fogosidad, de pasión, de valor y de energía contenida, la terrible fórmula: 
Perinde ac cadaver!

Charles Baudelaire - El pintor de la vida moderna

sábado, 8 de marzo de 2014

Invitación




Larga lengua de mar

sin calma en la mirada del regreso
esta calle que puebla su soledad con hojas,
que se enreda en la luz como un racimo
de sombras o de barro,
de periódicos húmedos
sobre el aceite añil de las baldosas,
y carmín olvidado en las paredes,
y jardines con dudas
o la hiedra
sumergido los hierros burgueses de la puerta.

Larga lengua de mar en mi memoria.

Bajo la luz francesa se recrean
el número vigía en los portales,
la pequeña sirena reflejada,
sus labios sobre el agua,
el teatro vacío de los músicos
esperando el domingo.
Todo como un reclamo primitivo,
el aire que levanta la cabeza
del corazón y empuja
al oficio extranjero de escribir su nostalgia.

Y nada es neutro,
ni siquiera las sombras de las casas antiguas
preguntando
su paisaje perdido en las aceras,
ni siquiera la grúa
que lejana,
hermosa como un cisne,
tiende su largo cuello y lo descansa
sobre el alero gris del horizonte.

Yo bajé a la ciudad
en esa hora incierta,
presentida,
donde tiritan todos los semáforos,
en ese campo oscuro,
dibujado,
donde sopla la brisa de los taxis
con su reflejo a musgo,
donde la luz oculta
las ojeras brillantes de los barrios,
poniendo en cada cuerpo
una mirada larga, una escena vacía.

Yo estuve en la ciudad,
y entristeciendo al tiempo de recorrer sus signos,
vagabundo en la luz de los escaparates,
quiero doblar la esquina,
descubrir otra espalda,
buscar un corazón municipal y amigo
que me abra la puerta de sus ojos
y me invite a pasar.

Llámame,
voy a volver contigo,
recorriendo despacio las calles que no existen
cuando tú no me llamas,
caminando por ti
a través de la ira pequeña de la tarde.
Llámame,
son apenas las ocho, apenas una leve
sonoridad de vida
regresa en las aceras,
se confunde en la prisa de los adolescentes,
precipita su paso por las últimas tiendas,
abre su colorido
metálico y humano
de parejas en coches abrazadas,
extraños que se miran
bajo la carpa incierta del deseo,
bajo la luna artificial.

Mírame regresando
sobre las altas casas de este abril distraído,
yo que tanto temía las fronteras.

Entre los árboles,
el sol parece el ojo de un borracho.

Llámame,
hoy es otro el horario,
es distinto el calor de su reinado,
la imagen de unos siervos con sangre diferente,
con dignidad de seres racionales,
corazones pensantes que podrían hablar
si no estuviesen solos,
si alguien los llamara.

Pero todo convoca a tu presencia:
mírame regresando.

Los portales abiertos,
los anuncios,
me recuerdan tu piel,
ese reino sin dudas
donde pretendo hablar del horizonte.

El horizonte
como la barra sucia de un bar desconocido
en la que nunca me podré apoyar.

(Diario cómplice) 1987 Luis García Montero